Cuando una traducción (o en general un manuscrito) llega a manos de una editorial, se somete a un proceso de edición en el que se realizan intervenciones de diverso tipo: corrección de estilo y ortotipográfica, maquetación y corrección de pruebas maquetadas. Como resultado de ese proceso, el texto queda modificado en mayor o menor medida. Sin embargo, sea cual sea el grado de intervención, al final es tu nombre de traductor el que figura en los créditos del libro y el que queda registrado en la Agencia del ISBN. Esto me lleva a preguntarme en qué medida las intervenciones editoriales mantienen la esencia del trabajo de traducción o la alteran. ¿Hasta dónde es el traductor dueño de su trabajo? ¿O lo es el editor? ¿Cómo se compenetran?
En general, cuando las editoriales (las serias) intervienen en los textos, es para mejorarlos y adecuarlos al público objetivo, usando unos criterios y una técnica que un traductor no siempre tiene. A veces, en el día a día del trabajo, traductor y editor intercambian consultas para buscar de forma conjunta soluciones más delicadas (como el nombre de un personaje). Pero es muy frecuente que el editor decida cambiar cosas sin consultar al colaborador. Es obvio que cuanto mejor haya hecho el traductor su trabajo menores serán los retoques que tendrá que hacer el equipo de edición. Podemos ponernos en dos situaciones extremas:
– La de un texto tan mal traducido que el editor se vea obligado a rehacer casi por completo la redacción.
– Y la de una traducción tan bien «atada» que el traductor no admita modificaciones en su trabajo.
Entre los dos extremos hay un día a día fluido y normal en el que, aun entregando una traducción de calidad, normalmente es necesario hacer cambios. Las correcciones pueden deberse a diversas razones:
– Unas veces, la editorial cambia cosas sin consultar al traductor por una cuestión de pragmatismo: «Ya lo corregimos nosotros, que vamos más rápido». Los plazos son muy apretados y no hay tiempo para andar yendo y viniendo con preguntas y respuestas.
– Puede ocurrir que el texto entregado sea demasiado extenso y no quepa en la maqueta original. Hay idiomas que son más voluminosos que otros; por ejemplo, una traducción española puede ocupar un 25 % más de texto si el original está en inglés, lo que a veces obliga a recortar palabras para mantener el mismo número de páginas o para cuadrar el texto en las cajas de la maqueta. Por las prisas, por la técnica requerida y por la estructura interna de la empresa, es la editorial la que, salvo excepciones, suele meter la tijera.
– Otras veces, la editorial recibe el texto en la fecha prevista, y no se le ocurre consultar los cambios con el traductor simplemente por no robarle más tiempo; puede considerar que el trabajo de traducción ha concluido satisfactoriamente y que ahora les toca a ellos seguir el proceso.
Esto es la práctica habitual, también la más razonable: el texto se corrige sin que por ello se altere la esencia. Sin embargo, en uno de los libros que he traducido me llevé la sorpresa de comprobar que las modificaciones, no consultadas por la razón que fuera, habían afectado al texto de tal modo que me pregunté si podía considerarse que ese texto era «mío». Hoy, moralmente, con la traducción de ese libro concreto no tengo un sentimiento de autoría, pues entre lo entregado por mí y lo publicado había diferencias sustanciales.
Algunos ejemplos de grados de intervención en un texto con los que me he encontrado personalmente:
1. Intervenciones mínimas. Por ejemplo, en un libro escrito en verso, donde toda decisión de traducción está calculada al milímetro, difícilmente podrá retocar el texto otra persona que no sea el traductor. Si algo no cuadra muy bien, generalmente se pide al propio traductor que lo solucione. La autoría en este caso es redonda.
2. Intervenciones necesarias por falta de espacio en la maqueta. Por ejemplo, en un libro lleno de compartimentos, desplegables, mensajes ocultos en sobres y cuadernillos añadidos, es imposible que la traducción encaje a la primera en el espacio del texto original. A veces es necesario condensar el texto entregado por el traductor de tal manera que la traducción puede acabar convirtiéndose en una mera materia bruta que es necesario pulir. En mi opinión, si el editor retoca en exceso la traducción, la autoría (al menos, la autoría moral) puede quedar muy difusa. Como solución para que el traductor siga siendo autor de su trabajo, existe la posibilidad de que él mismo edite el texto en el programa de maquetación. Pero para esto es necesario, por un lado, que te el traductor nga unas nociones mínimas, cosa que no todos los traductores tienen, y, por otro, que el editor esté dispuesto a externalizar ese trabajo, cosa que no está clara.
3. Mejoras lingüísticas. En todos los textos se hacen correcciones de estilo habituales: puntuación, léxico, gramática, etc. Es inevitable, pues para que un texto quede bien es necesario que trabajen en él varias personas distintas y que no estén contaminadas por el trabajo anterior. Pero cuando la corrección afecta a un aspecto fundamental de traducción (por ejemplo, la sonoridad interna en determinados párrafos), también cabe preguntarse cómo afectan los cambios a la autoría, es decir, si uno puede seguir considerándose autor de ese trabajo.
Por norma general, en los proyectos la colaboración es fluida y la mayoría de las decisiones se consultan, se comunican, se establecen llegando a un acuerdo. Si en algún momento el texto plantea un problema de comprensión o algo ha quedado sin resolver, se le pide al traductor que le dé otra vuelta, y aquí no ha pasado nada.
Las ventajas de las intervenciones que realizan las editoriales son mucho mayores que los inconvenientes: el texto queda oxigenado y mejor definido. Como inconveniente, el sentimiento de autoría del traductor puede verse tocado cuando las intervenciones son unilaterales y afectan a un aspecto importante del texto, pues te privan de tomar la decisión que te hubiera gustado tomar.
Ante esta forma de trabajar, mi solución personal es intentar participar en la mayor medida posible en las decisiones sustanciales de un texto. Procuro insistirle a la editorial en que, si quiere introducir cambios importantes, me consulte y acepte mis propuestas, siempre que los plazos lo permitan. Además, para sentirme más dueña del trabajo, cuando entrego un proyecto que requiere decisiones más delicadas (juegos de palabras, rimas, nombres con truco), procuro ofrecer más de una solución, para que el cliente tenga dónde elegir y haya más posibilidades de que elija alguna de mis propuestas.
Y por supuesto, con cada experiencia, aprender algo para la siguiente.